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viernes, 2 de noviembre de 2012

De pronto, todo el ruido al otro lado de la ventana había parado. En la oscuridad de la noche había parado de llover. Y ella también había dejado de llorar. Se levantó de la alfombra y paró la música, se acercó a la ventana para comprobar que ya no llovía, pero acabó mirando su reflejo en el cristal. Se secó los restos de las lágrimas y se dio cuenta de lo mucho que le brillaban sus ojos verdes, aunque lo que no sabía realmente era cómo podían seguir brillando a pesar de todos los kilómetros. Tal vez fuese porque los kilómetros eran lo que más llevadero se hacía en comparación con el orgullo que les acompañaba, con el no poder ni siquiera escuchar su voz diciéndole lo tonta que era mientras le miraba a los ojos, con el no poder haberse despedido siquiera, con el miedo a que llegue el día en el que no se acuerde de cómo era su voz o de cuánto le hacía reír. Ahora había aprendido que mirar la Luna les acercaba un poco más, aunque nunca podría tocarla. Había aprendido que, al final, siempre pensamos en el principio, en el tren al aeropuerto y en el vuelo de vuelta a casa.

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